El gran pacto de Estado
Ante la propuesta de CCOO de firmar un «gran pacto de Estado» entre
patronal, Gobierno y sindicatos para salir de la crisis, el autor
advierte que ese documento se cerrará en amplios y lujosos salones de
los que «lo obrero» nunca puede salir bien parado. Además, subraya que
ese pacto es un escalón más «por el que el sindicalismo europeo
desciende hacia el sindicalismo americano, que es una forma empresarial
como otra cualquiera».
El secretario general de las extintas Comisiones Obreras ha manifestado
que para salir de la crisis es preciso un gran pacto de Estado. Al
pronto, la frase impresiona. Situar como altísima referencia el Estado
transmite una especie de seguridad, confiere importancia a quienes
participen en el pomposo acuerdo. El Estado concede dimensión
intelectual y autoridad social a los pactistas reunidos en la solemnidad
del pacto.
Proponer un pacto de este carácter presupone que se inhabilita a cuantos
batallan desde una razón popular y viva. Se arrebata a la calle su
protagonismo. El pacto parte siempre del respeto esencial al poder
instituido. Las mesas que ocupan los pactistas suelen revestir una
notable majestad institucional. Nadie osa decir en ellas que un pacto de
Estado es una figura baladí ya que lo que ahora está en crisis es
concretamente el Estado, que ha agudizado su carácter de opresiva
herramienta de la clase dominante.
Todo ello convierte en sorprendente y sospechoso que un dirigente
sindical hable de un pacto de Estado entre los rectores sindicales -los
empresarios de la fuerza de trabajo, que diría Mills- la patronal y la
Administración, cuando los dos últimos están fundidos en una estructura
férrea. Un sindicalista leal a la conciencia de clase sabe que una mesa
así está destinada a la inanidad. Lo obrero sólo se puede decidir en
esos salones si antes los ocupa con el poder propio. Si acude a la cita
sin más arma que la retórica de la convocatoria ocurre que el hombre al
que va destinada su iniciativa sindical acaba, como escribe Sloterdijk,
víctima de los «métodos domesticadores, de las maniobras adiestradoras y
de los educadores solemnes que están convencidos de la necesaria
relación que existe entre leer, estar sentado y apaciguarse».
El Estado ha sido siempre en lo fundamental un gran invento de clase y
la clase actual que sostiene y es sostenida por el Estado vigente no es
la clase trabajadora. Siento que no haya un lenguaje adaptado a la
verdad profunda de la situación y que debamos usar el que pronto va a
ser desmentido por retórico y extremista. No hay un Estado neutro. La
situación económica que padecemos desvela la mano antisocial del Estado.
El mismo Sr. Zapatero, tras decir que su Gobierno no «dará un paso atrás
en cuanto a los derechos que hemos conquistado», añade que su Gabinete
fomentará el trabajo a tiempo parcial. El ardid es colosal. Por su parte
el Sr. Fernández Toxo convierte en triunfo sindical la operación
pactista. No habla de debate tradicional, de encuentro, de análisis
inter pares; no, habla de pacto, término que sugiere siempre una
sensible trascendencia vertical. Los judíos pactaron con Dios la
primogenitura de su pueblo, desde el obvio y radical poder de Dios. Los
norteamericanos, según dicen, han pactado con el mundo y desde su
voluntad la protección imperial. Y ahí está el resultado de ambas cosas.
La trampa semántica está en que el pacto entraña como locución, como
concepto, una equivalencia de poder, de igualdad de posibilidades.
La pactidad significa que ambas partes lideran poderes semejantes. Pero
una parte está desnuda y es invitada burlescamente a la fiesta, y la
otra parte, la patronal, aporta la contundencia del Estado, que es
absolutamente suyo -ahí está la rendición de Breda del Sr. Zapatero- y
desde el cual asfixiará una vez más a los trabajadores. Vivimos
piramidalmente, agobiados por el rayo que se proyecta desde la cumbre
sagrada, donde arde la zarza. En el marco político-social que aloja al
mundo todo lo que afecta a la democracia o a la libertad se resuelve
mediante menguados contratos de adhesión, que es la capacidad de aceptar
lo que da el poderoso o quedarse sin nada.
No hay, pues, pacto decente y, menos, gran pacto. Eso lo sabe
perfectamente el señor Fernández Toxo, que habla simplemente como
capataz de la finca, encargado de forrar con piel de trabajador la ley
del amo. El gran pacto que solicita el Sr. Fernández Toxo es un escalón
más por el que el sindicalismo europeo desciende hacia el sindicalismo
americano que, repito, es una forma empresarial como otra cualquiera. De
ello escribe Wright Mills: «Algunos de los más destacados y exitosos
miembros de la comunidad empresarial norteamericana han sido barones
salteadores. No es sorprendente que, en el proceso de adaptación,
algunos dirigentes obreros también se hayan convertido en barones
salteadores de sus pequeños dominios particulares».
Ciertamente los dirigentes del conglomerado que forman el CIO y la AFL
tienen por oficio firmar contratos balancín, que elevan un tanto a los
trabajadores cuando van y les golpean con dureza cuando vuelven.
Sindicatos que han decidido prescindir de la conciencia de clase para
evitar la intromisión del malhadado comunismo o del izquierdismo
intelectual. Esos dirigentes sindicales americanos no admiten que su
tarea se oriente hacia la trasformación de la sociedad, lucha que ha de
iniciarse con la voluntad de cambiar ante todo el tóxico régimen de la
gran y excluyente propiedad que la fundamenta. Hablamos de sindicatos
que se han vaciado de ideología, que temen a la ideología, y suelen
solicitar a los poderosos únicamente algo para tomar café, es decir, un
terrón de azúcar. De esos sindicatos añade el moderado Mills: «La
eliminación de las huelgas es responsabilidad tanto de la empresa como
del sindicato. Ambos son factores de mutua disciplina y ambos mantienen
a raya a los trabajadores sindicalizados que se muestran descontentos».
¿Un gran pacto para qué? En primer lugar habría que especificar,
entendible y concretamente, qué propuestas específicas, con cifras y
formas, hay en ese wagneriano y brillante encuentro. Ah, de eso no dice
nada el Sr. Fernández Toxo. Al menos no lo proclama en un papel que
pueda el ciudadano leer y entender. El trabajador ha de esperar, pues, a
que el secretario general de Comisiones Obreras baje de la montaña
sagrada con la ley escrita en piedra por la patronal, mientras los
trabajadores esperan encuclillados en el desierto secular de sus
posibilidades, agitan banderolas y sortean al escorpión.
¿Por qué tantas palabras huecas? El trabajador sabe lo que pretende la
gran patronal: que se abarate el despido o se le libere ya totalmente,
para embozar lo cual la CEOE dice que si les permiten despedir
libremente al trabajador será posible crear empleo para otro trabajador.
La propuesta es deslumbrante. ¿Qué pretenderán cambiando un trabajador
por otro?
Se adivina. La patronal presiona para que se recorte la carga fiscal ya
menguada que afecta al rico y que se dediquen los bienes del Estado a
pagar el gasto financiero; que se eliminen gratuidades en los servicios
sociales; que aumente la privatización de los servicios públicos en
nombre de una eficacia que ha puesto al mundo al borde del precipicio.
Para ello contará con el Estado aunque el actual Gobierno, para
complacer al empresariado instrumente la trincherilla, que es el pase de
castigo consistente en recoger violentamente la muleta al paso del toro
que, al perseguir súbitamente el nuevo giro del trapo, hace crujir su
espinazo, lo que le destronca y ahorma.
En resumidas cuentas, el trabajador carece de un papel que le explique
lo que le reservan los dirigentes sindicales, que también comen del
dinero que el Estado dice reservarles; léanse, por ejemplo, los cursos
de formación para los despedidos. Al trabajador ese gran pacto le
produce la sensación de que las formalidades no harán de él cosa
apreciable y que aún habrá de pagar el gasto de tanta pompa en adquirir
la leña para la consumación de su propio sacrificio. Todo estaba ya
previsto en la Biblia
ANTONIO ALVAREZ SOLIS
Gara, 02/08/2009
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