El despido y las trampas del modelo austríaco


Hasta ahora, los costes de despido disciplinario ‘improcedente’ (33 ó 45 días según el contrato indefinido y 8 días en el temporal) o por causas económicas y productivas objetivas (20 días) eran pagados por cada empresario individual. Según la propuesta gubernamental, planteada en la mesa de diálogo social sobre la reforma laboral, se cambiaría el sistema para que el pago fuese desde un fondo colectivo, siguiendo el llamado modelo austriaco.

En España, ya existe el mecanismo público del Fondo de Garantía Salarial –FOGASA-. Se abriría un periodo transitorio para utilizar sus recursos actuales, pero dada la dimensión de los costes globales de despido se plantea la constitución (o transformación del FOGASA) de un nuevo fondo con más ingresos. De momento, lo que está sin dilucidar es quién aporta esos fondos, a quién corresponden y cómo se gestionan y distribuyen. Veamos el modelo austriaco que se expone como referencia aunque se señala la necesidad de su adaptación.

Este sistema se aprobó en Austria en el año 2002. No procedía de la tradición socialdemócrata, sino que fue propuesto por el conservador Partido Popular y el Partido Liberal (del derechista y fallecido Haider) y aceptado por el Parlamento austriaco. Las empresas austriacas aportan a un fondo el 1,53% del salario bruto: aumentan los costes laborales medios a cambio de que los despidos se paguen con cargo a esos fondos y les salgan gratis a los empresarios individuales. Ese equilibrio ha funcionado al tener un 5% de paro, una tasa de ocupación del 76% y una de las rentas per cápita más altas del mundo. Pero el resultado de la aplicación de este modelo en Austria es evidente: actualmente, la indemnización por despido es un 35% más baja que antes de la reforma del año 2002. Y, como se ha dicho, eso ha ocurrido en un país con una de las menores tasas de paro y uno de los mayores niveles de rentas salariales y empleo cualificado.

Se trata de establecer un fondo de ‘corresponsabilidad empresarial’: las empresas más inestables o con mayores riesgos de reducción o sustitución de plantillas se ven favorecidas en la financiación de sus reestructuraciones de empleo por parte de la gran mayoría de empresas competitivas y expansivas de empleo que admiten la colectivización de esos costes de despido colaborando entre todas a su financiación. Hasta aquí, para la gente trabajadora, no habría muchos problemas: es un asunto de gestión empresarial, supuestamente neutro para el Estado y los trabajadores. Es el aspecto que desde diversas instancias sindicales se considera positivo, siempre que la financiación adicional provenga de las empresas.

No obstante, enseguida aparece una objeción derivada de las implicaciones de la gestión de ‘capitalización’ individual. Las cuotas empresariales, o mejor, las cotizaciones sociales, van a ese fondo común pero se ‘acumulan individualmente’ e, incluso, se pueden portar por cada trabajador cuando se cambia de empresa. La otra cara es que ese ‘capital’ individual constituye un tope para cada trabajador para sufragar los costes de su posible despido. De esa forma, se produce una ‘individualización’ de la garantía real de la indemnización por despido. El derecho subjetivo retrocede y se adecúa al volumen del fondo individual, a su importe en cada momento de la vida laboral, descontando la parte consumida. En el caso de personas con mayores riesgos de pérdida del empleo, con varios despidos o una carrera laboral frágil y discontinua ese tope supone un límite; el fondo se agota rápidamente y debe afrontar una disminución –o ausencia- de sus indemnizaciones. Por el contrario, personas con trayectorias laborales estables, seguras y cualificadas no tendrían que utilizar ese fondo que podrían disponer, al final de su vida laboral, como previsión social complementaria, es decir, para complementar su pensión u otras contingencias. Esas capas más estables a las que se les anuncia el incentivo de la disponibilidad de su ‘capital individual’, correspondiente a la indemnización por despido no ejecutada o cobrada, forman la base social proclive a esa fórmula.

Con ello se produce una fragmentación de los derechos y garantías: por un lado, estaría una minoría sin riesgos de despido en su vida laboral; por otro lado, especialmente en países como España, la gran mayoría con mayor inseguridad en el empleo y la desprotección subsiguiente. Se acelera la presión competitiva individual y la subordinación hacia el sobreesfuerzo productivo por el temor a perder el empleo. Por tanto, en su conjunto, la mayoría de trabajadores quedaría en una situación más vulnerable ante la prepotencia empresarial o las incertidumbres económicas y productivas.

En España, con una frágil estructura productiva, altas tasas de paro y temporalidad y una fuerte y continuada reestructuración de plantillas, características que conforman nuestro mercado de trabajo, este sistema de ‘individualización’ de la protección ante el despido dejaría en una situación más desprotegida a la amplia mayoría precaria y vulnerable. De aplicarse esa fórmula de capitalización individual, supondría una pérdida de posibilidades indemnizatorias reales. Se pondría en cuestión la garantía de esos derechos subjetivos y de hecho llevaría a una reducción significativa de las indemnizaciones por despido. El mayor aseguramiento colectivo para las empresas se combina con la menor seguridad jurídica y efectiva para los trabajadores con riesgo de despido.

Para su aplicación a España se hablan de diversas propuestas. La más probable, compartida por los sindicatos mayoritarios, es la continuidad del FOGASA y la extensión de su cobertura a todas las empresas: pago del 40% de los costes con cargo a ese fondo colectivo y el 60% restante a cargo del empresario individual. Aún así, permanece la incógnita de quién paga el nuevo fondo y si aumentan o no las garantías para los trabajadores. Las organizaciones patronales se oponen firmemente a la posibilidad de aumentar cotizaciones sociales o costes laborales que consideran deberían disminuir. La apuesta del Gobierno y lo que explicita su documento es la reducción de los costes del despido para los empresarios (aunque matiza que sin recortar la indemnización para los trabajadores). Entonces sólo cabe otra posibilidad: esos costes los sufragarían las cotizaciones sociales actuales.

Por tanto, el asunto deriva, junto con algún pequeño cambio respecto de las aportaciones del 0,20% actual, hacia el reajuste de las actuales cotizaciones sociales que llegan al 28,3% del salario bruto. Y, dada la dificultad de reducir las aportaciones para pagar pensiones y prestaciones de desempleo, la opción gubernamental parece que consiste en la utilización del 1% (o hasta el 1,5%, anunciado por el Gobierno en julio pasado como negociable) dedicado a financiar el seguro de enfermedad y los gastos por las bajas ordinarias y los accidentes de trabajo y enfermedades profesionales que gestionan las Mutuas de Accidentes. Pero esos fondos forman parte del llamado ‘salario indirecto’, es decir, constituyen una garantía de derechos sociales de la población trabajadora, no un capital a disposición de los empresarios para reducir sus costes de despido. Con ese cambio ganan los empresarios, que ven cumplida una de sus obsesiones de reducir cotizaciones sociales y consiguen un despido gratuito; pierden los trabajadores, que financian los costes globales de los despidos, aunque la apariencia sea que se financian por el Estado, de forma neutra. Los riesgos regresivos en este asunto son evidentes.

Antonio Antón - Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid.
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